Por:
Efraim Medina Reyes
El
teatro Apolo no tenía techo. Todos los fines de semana íbamos en grupo para ver
películas mexicanas de risa y de pistoleros; cuando el dinero no alcanzaba para
pagar la entrada recurríamos a Cinema Árbol y por mitad de precio veíamos la
película.
Cinema Árbol estaba al lado del
teatro Apolo.
Se trataba de un largo y angosto patio con un árbol en
medio, que terminaba justo donde empezaba un arroyo. En verano el arroyo estaba
seco y podíamos atravesarlo a pie y en invierno el dueño de Cinema Árbol tiraba
como puente una escalera de metal.
Cuando los aguaceros crecían y desbordaban
el arroyo no había función, tampoco abrían el teatro Apolo porque, aunque
escampara, el piso de cemento estaba desnivelado y en el centro se formaba una
gran laguna. El patio de Cinema Árbol siempre estaba limpio, cerca de la casa
la mujer del dueño había sembrado hortalizas y con una hilera de piedras chinas
había señalado los límites entre sus matas y el negocio de su marido. La casa
era de madera, estaba un poco inclinada hacia la izquierda y el color de las
paredes se había ido evaporando con los años, dejando manchas grises y
amarillas como las que suelen tener ciertos perros callejeros. Pero el árbol
era imponente. El dueño había incrustado unos peldaños en el tallo y en
las ramas había clavado tablas de diferentes tamaños que hacían las veces de
asientos. Al principio todo funcionó bien, pero apenas el administrador del
teatro Apolo se percató contrató albañiles que subieran la pared del teatro.
Empezó una lucha: el dueño pasaba las tablas a ramas más altas y el
administrador ordenaba una nueva fila de ladrillos. Un domingo –por fortuna
todavía no había entrado nadie al teatro- se cayó un pedazo de pared y el
administrador tuvo que rendirse. Los cimientos del teatro Apolo no se habían
hecho pensando en un rascacielos y, a fin de cuentas, Cinema Árbol sólo tenía
capacidad para catorce espectadores.
Yo solía ir muy arriba; en una
tabla donde apenas quedaba espacio para alguien flaco solía acomodarme. Casi nunca tenía compañía
porque era arriesgado llegar allí. En una ocasión al subir encontré a una chica
sentada apaciblemente justo del lado mío de la banca. Me observó sonriente y
sentí rabia. Iba a bajar a reunirme con mis amigos pero ella me agarró del
brazo y me dijo:
–
Aquí cabes, si quieres…
– Es
más cómodo para uno – dije fulminándola con la mirada.
Ella me soltó, se corrió
hacia un extremo de la tabla y me hizo señas de sentarme. Sus ojos
oscuros tenían más estrellas que el cielo arriba, sentí un ligero temblor en
las rodillas.
–
Aquí cabes – repitió y sentí rabia al darme cuenta que ya no tenía rabia.
Me senté y fijé la vista en la
pantalla blanca del teatro. Había oscurecido del todo pero todavía no empezaba
la función, supuse que tenían líos con el proyector. Los chiflidos del teatro
no tardaron en llegar y desde el árbol todos los secundamos, menos ella. Chiflé
con todas mis fuerzas y, mientras lo hacía, la miraba por el rabillo del ojo.
Ella estaba allí, inmóvil y ausente, como una esfinge. Su pelo, movido por la
brisa, me tocaba la cara. Chiflé de seis formas distintas sin lograr inmutarla.
Pensé: “No tiene mugre en las uñas ni sabe chiflar. ¿De qué planeta venía?”
– ¿No te gusta chiflar?
– Sí – dijo ella – . Me gusta mucho.
– ¿Y por qué no lo haces? – Se encoge de
hombros. Pienso: “te agarre pequeña. No sabes hacerlo ni entiendes de eso. No
tienes mugre ni siquiera en las orejas. Estás perdida” – No debes tener
vergüenza si no sabes, a mí me llevó mucho tiempo aprender. Si quieres, te
puedo enseñar algo fácil como…
Me mira
indiferente mientras imito un azulejo.
La rabia regresa y crece cuando ella imita, sin esfuerzo, un canario, y luego
la rabia se vuelve asombro cuando ella repite mis seis chiflidos de antes y
agrega tres más que nunca había escuchado.
– ¿Cómo te llamas?
– Efraim – digo y me falta el aire y tiemblo y evito mirarla- . ¿Y tú?
– Xiomara. Es feo, ¿no?
– Es raro, pero me gusta.
– A mí me gusta Efraim.
– A mí no – respondí y me puse triste sin saber por qué.
Saqué dos mentas y le ofrecí una. Observe
concentrado cómo la sacaba del envoltorio y la metía en su boca, una boca roja
y pequeñita en forma de corazón.
Cuando saqué la mía el ruido que hizo
el papel me pareció un estruendo. El corazón me latía aprisa y en el estómago
tenía un susto y las sienes me palpitaban como cuando hacía algo malo.
– Va a empezar- dijo ella muy cerca de mi oído.
La noche era más oscura desde sus ojos y allí se reflejaban los créditos
de la película corriendo por la pantalla del teatro.
-¿Y los trailers?
-Ya los pasaron- dijo riendo- pero tú estabas en la Luna.
Giré la cabeza hacia la pantalla y apreté las rodillas para darle todo el
espacio posible. En toda mi vida nunca había tenido aquella extraña sensación
de no saber qué hacer con mis manos y el inaplazable deseo de llegar pronto a
casa para limpiarme las orejas. Ella seguía quieta, una de sus manos estaba
apoyada en su rodilla y casi rozaba la mía. No recuerdo esa película, pero su
risa y su pelo sobre mi cara todavía los siento.
En los muros del patio el dueño había pegado afiches de películas gringas más
grandes y coloridos que los del teatro Apolo. Un hijo del dueño que vivía en
Nueva York se los enviaba cada cierto tiempo. El dueño me contó que su hijo
trabajaba como ayudante de cocina en un restaurante de Manhattan donde
solían ir a comer algunos de los actores que aparecían en esos afiches, incluso
le había prometido mandarle algún día un afiche firmado por el invencible Bruce
Lee. En la puerta del patio se plantaba la mujer del dueño, y así no tuvieras
el dinero completo, siempre te dejaba entrar. Antes de dejar subir a alguien el
dueño revisaba con celo cada tabla. Era alto y fuerte, tenía el pelo blanco en
las sienes y las cejas muy negras, siempre usaba pantalones negros y ajustados
como los chachos del oeste. Al poco tiempo de hacernos amigos me regaló una
foto marrón de Clint Eastwood que resplandecía en la pared de mi cuarto. Lo único
chocante en él era su manía por el tabaco. Mientras pasaban las películas él
fumaba uno tras otro y el olor invadía el árbol. Cuando le dije que ese olor me
daba mareos y ganas de vomitar se limitó a encoger los hombros murmuró entre
dientes que uno se acostumbra a todo. A veces tenía pesadillas y despertaba con
la sensación de aquel olor impregnando mi cuarto. Cuando la película le gustaba
mucho y quería concentrarse el dueño subía hasta la copa del árbol, allí donde
sólo llegaban él y las águilas.
Xiomara y yo nos encontrábamos cada
viernes en aquella tabla. Al comienzo sólo nos rozábamos las manos, pero
después fueron llegando los apretones, los besos de tarro y las películas
pasaron a ser algo secundario, a menos que fueran muy buenas. La besaba
suavemente e intercambiaba con ella mi pastilla de menta mientras al fondo se
escuchaban los gritos y suspiros que provocaban Antonio Aguilar y Jorge Rivero,
y las carcajadas producidas por Viruta y Capulina, Cantinflas, Resorte y tantos
otros monicongos.
Xiomara era hermosa, tenía el pelo lacio y oscuro, los ojos dorados y un lunar
redondo en el cuello; era más bella que María Félix y Libertad Lamarque juntas.
Cuando ella reía, el árbol temblaba.
La más leve llovizna hacía correr al público del teatro Apolo en busca de
amparo mientras nosotros en el árbol permanecíamos invictos. Se necesitaba un
aguacero para hacernos bajar, y si esto sucedía entrábamos en la casa y la
mujer del dueño preparaba chocolate caliente para todos. Mientras bebíamos
apretados en los bancos de la cocina el dueño nos contaba historias; el árbol
lo había traído su padre y cuando lo sembró tenía tres pulgadas de altura.
Parte del viaje que los trajo a Ciudad Inmóvil lo habían hecho a caballo y
luego en un destartalado jeep. Atrás no quedaba nada, balaceras e incendios más
salvajes que los de cualquier película devoraron las casas, plantas y animales.
Parte de su familia fue asesinada y cada cual trató de salvar lo que pudo. Su
padre los trajo a él, dos hermanos más pequeños y aquel árbol. Su madre, por
fortuna, había muerto antes que llegara el infierno. Por eso su padre lo plantó
en el centro del patio, para recordarla cada amanecer. Mientras el dueño habla
su mujer le aprieta la mano con las suyas. La mujer del dueño tiene manos
pequeñas blancas y suaves como un ángel de mármol.
Una noche se partió la rama debajo de la nuestra y tres chicos cayeron como
mangos maduros sobre la alfombra de arena que el dueño había hecho alrededor
del árbol para aminorar golpes en caso de accidentes. No era la primera vez que
alguien caía, pero uno de los chicos se rompió un brazo y hubo que avisar
a los padres mientras el dueño lo llevaba al hospital. El padre de aquel chico
armó un escándalo y amenazó con matar al dueño si insistía en ese negocio. El
dueño le restó importancia a las amenazas y Cinema Árbol continuó abierto. Sin
embargo, el administrador del teatro aprovechó las circunstancias para hacer
campaña de difamación contra lo que él llamaba “peligroso invento”. Vinieron
periodistas y la radio y la prensa local convirtieron al dueño en un hombre sin
escrúpulos que por ganarse unos pesos ponía en riesgo la vida de niños
indefensos. El inspector de policía del barrio ordenó el cierre definitivo y
hasta habló de talar el árbol.
Una semana después, Xiomara y yo entramos al teatro Apolo; cuando la película
empezó miramos hacia el árbol y en lo más alto descubrimos la lucecita roja del
tabaco y una mano enorme que en la creciente oscuridad nos saludaba. Estar en
aquellas sillas de metal era incómodo, hacía frío y demasiada gente como para
que una pareja de cuervos enamorados pudiera besarse.
Cuatro de los chicos que solían estar en el Cinema Árbol decidieron seguir
fieles y no entrar al teatro Apolo; durante las funciones giraban en torno al
teatro y lanzaban bolas de barro y bolsas de agua sucia a los asistentes.
Xiomara y yo optamos por unirnos a ellos y participar de los ataques. El
administrador del teatro tuvo que contratar guardias y aun así las porquerías
seguían cayendo y ahuyentando uno que otro espectador.
Ahora en ese lugar funciona el centro comercial Apolo 11; en el lugar donde
estuvo el árbol hay una heladería y alguien me contó que el propietario se
llamaba Marcos y había vivido unos años en Nueva York. En las paredes de la heladería
están algunos de los afiches de Cinema Árbol y uno, detrás de la barra, tiene
la imagen del Dragón Invencible con su flamante firma abajo. A veces entro a
comprar alguna revista o una paleta de limón y veo a la mujer del dueño en una
mecedora y la saludo y ella me mira extrañada. Es una anciana silenciosa, las
venas se transparentan en sus pequeñas manos que tiemblan, sus ojos apagados
tratan en vano de recordarme. Su hijo me sonríe desde el mostrador. Hemos
cruzado algunas palabras, me ha contado que a los pocos meses de firmarle el
afiche Bruce Lee fue encontrado muerto.
Mientras atiende a otras personas observo el afiche y me dan ganas de
preguntarle por el dueño pero no me atrevo y me doy cuenta de lo ordenado y
limpio que está siempre el negocio. El aviso que prohíbe fumar espabila frente
a mí y al lado del aviso está la placa de un automóvil de California, todo lo
trajo él de allá… La anciana en la mecedora me hace un gesto y el corazón se me
pone pequeño y cuadrado y quisiera explicarle quién soy pero no me atrevo.
Entonces salgo con la revista debajo del sobaco, enciendo un tabaco que jamás
fumaré y miro en la parte alta de la fachada aquella tabla donde sólo podrían
sentarse dos personas pequeñas y delgadas y sobre la cual una mano enorme y
poderosa de chacho del oeste grabó el nombre de la heladería: Cinema Árbol.















