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sábado, 22 de julio de 2017

CINEMA ÁRBOL

Por: Efraim Medina Reyes


El teatro Apolo no tenía techo. Todos los fines de semana íbamos en grupo para ver películas mexicanas de risa y de pistoleros; cuando el dinero no alcanzaba para pagar la entrada recurríamos a Cinema Árbol y por mitad de precio veíamos la película.

Cinema Árbol estaba al lado del teatro Apolo.

Se trataba de un largo y angosto patio con un árbol en medio, que terminaba justo donde empezaba un arroyo. En verano el arroyo estaba seco y podíamos atravesarlo a pie y en invierno el dueño de Cinema Árbol tiraba como puente una escalera de metal.

Cuando los aguaceros crecían y desbordaban el arroyo no había función, tampoco abrían el teatro Apolo porque, aunque escampara, el piso de cemento estaba desnivelado y en el centro se formaba una gran laguna. El patio de Cinema Árbol siempre estaba limpio, cerca de la casa la mujer del dueño había sembrado hortalizas y con una hilera de piedras chinas había señalado los límites entre sus matas y el negocio de su marido. La casa era de madera, estaba un poco inclinada hacia la izquierda y el color de las paredes se había ido evaporando con los años, dejando manchas grises y amarillas como las que suelen tener ciertos perros callejeros. Pero el árbol era imponente. El dueño había incrustado unos peldaños en el  tallo y en las ramas había clavado tablas de diferentes tamaños que hacían las veces de asientos. Al principio todo funcionó bien, pero apenas el administrador del teatro Apolo se percató contrató albañiles que subieran la pared del teatro. Empezó una lucha: el dueño pasaba las tablas a ramas más altas y el administrador ordenaba una nueva fila de ladrillos. Un domingo –por fortuna todavía no había entrado nadie al teatro- se cayó un pedazo de pared y el administrador tuvo que rendirse. Los cimientos del teatro Apolo no se habían hecho pensando en un rascacielos y, a fin de cuentas, Cinema Árbol sólo tenía capacidad para catorce espectadores.

Yo solía ir muy arriba; en una tabla donde apenas quedaba espacio para alguien flaco solía acomodarme. Casi nunca tenía compañía porque era arriesgado llegar allí. En una ocasión al subir encontré a una chica sentada apaciblemente justo del lado mío de la banca. Me observó sonriente y sentí rabia. Iba a bajar a reunirme con mis amigos pero ella me agarró del brazo y me dijo:

– Aquí cabes, si quieres…
– Es más cómodo para uno – dije fulminándola con la mirada.

Ella me soltó, se corrió hacia un extremo de la tabla  y me hizo señas de sentarme. Sus ojos oscuros tenían más estrellas que el cielo arriba, sentí un ligero temblor en las rodillas.

– Aquí cabes – repitió y sentí rabia al darme cuenta que ya no tenía rabia.

Me senté y fijé la vista en la pantalla blanca del teatro. Había oscurecido del todo pero todavía no empezaba la función, supuse que tenían líos con el proyector. Los chiflidos del teatro no tardaron en llegar y desde el árbol todos los secundamos, menos ella. Chiflé con todas mis fuerzas y, mientras lo hacía, la miraba por el rabillo del ojo. Ella estaba allí, inmóvil y ausente, como una esfinge. Su pelo, movido por la brisa, me tocaba la cara. Chiflé de seis formas distintas sin lograr inmutarla. Pensé: “No tiene mugre en las uñas ni sabe chiflar. ¿De qué planeta venía?”

– ¿No te gusta chiflar?
– Sí – dijo ella – . Me gusta mucho.

– ¿Y por qué no lo haces? – Se encoge de hombros. Pienso: “te agarre pequeña. No sabes hacerlo ni entiendes de eso. No tienes mugre ni siquiera en las orejas. Estás perdida” – No debes tener vergüenza si no sabes, a mí me llevó mucho tiempo aprender. Si quieres, te puedo enseñar algo fácil como…

Me mira indiferente mientras imito un azulejo.

La rabia regresa y crece cuando ella imita, sin esfuerzo, un canario, y luego la rabia se vuelve asombro cuando ella repite mis seis chiflidos de antes y agrega tres más que nunca había escuchado.

– ¿Cómo te llamas?
– Efraim – digo y me falta el aire y tiemblo y evito mirarla- . ¿Y tú?
– Xiomara. Es feo, ¿no?
– Es raro, pero me gusta.
– A mí me gusta Efraim.

– A mí no – respondí y me puse triste sin saber por qué.

Saqué dos mentas y le ofrecí una. Observe concentrado cómo la sacaba del envoltorio y la metía en su boca, una boca roja y pequeñita en forma de corazón.

Cuando saqué la mía el ruido que hizo el papel me pareció un estruendo. El corazón me latía aprisa y en el estómago tenía un susto y las sienes me palpitaban como cuando hacía algo malo.

– Va a empezar- dijo ella muy cerca de mi oído.

La noche era más oscura desde sus ojos y allí se reflejaban los créditos  de la película corriendo por la pantalla del teatro.

 -¿Y los trailers?
 -Ya los pasaron- dijo riendo- pero tú estabas en la Luna.

Giré la cabeza hacia la pantalla y apreté las rodillas para darle todo el espacio posible. En toda mi vida nunca había tenido aquella extraña sensación de no saber qué hacer con mis manos y el inaplazable deseo de llegar pronto a casa para limpiarme las orejas. Ella seguía quieta, una de sus manos estaba apoyada en su rodilla y casi rozaba la mía. No recuerdo esa película, pero su risa y su pelo sobre mi cara todavía los siento.

En los muros del patio el dueño había pegado afiches de películas gringas más grandes y coloridos que los del teatro Apolo. Un hijo del dueño que vivía en Nueva York se los enviaba cada cierto tiempo. El dueño me contó que su hijo trabajaba como ayudante de cocina en un restaurante de Manhattan  donde solían ir a comer algunos de los actores que aparecían en esos afiches, incluso le había prometido mandarle algún día un afiche firmado por el invencible Bruce Lee. En la puerta del patio se plantaba la mujer del dueño, y así no tuvieras el dinero completo, siempre te dejaba entrar. Antes de dejar subir a alguien el dueño revisaba con celo cada tabla. Era alto y fuerte, tenía el pelo blanco en las sienes y las cejas muy negras, siempre usaba pantalones negros y ajustados como los chachos del oeste. Al poco tiempo de hacernos amigos me regaló una foto marrón de Clint Eastwood que resplandecía en la pared de mi cuarto. Lo único chocante en él era su manía por el tabaco. Mientras pasaban las películas él fumaba uno tras otro y el olor invadía el árbol. Cuando le dije que ese olor me daba mareos y ganas de vomitar se limitó a encoger los hombros murmuró entre dientes que uno se acostumbra a todo. A veces tenía pesadillas y despertaba con la sensación de aquel olor impregnando mi cuarto. Cuando la película le gustaba mucho y quería concentrarse el dueño subía hasta la copa del árbol, allí donde sólo llegaban él y las águilas.

Xiomara y yo nos encontrábamos cada viernes en aquella tabla. Al comienzo sólo nos rozábamos las manos, pero después fueron llegando los apretones, los besos de tarro y las películas pasaron a ser algo secundario, a menos que fueran muy buenas. La besaba suavemente e intercambiaba con ella mi pastilla de menta mientras al fondo se escuchaban los gritos y suspiros que provocaban Antonio Aguilar y Jorge Rivero, y las carcajadas producidas por Viruta y Capulina, Cantinflas, Resorte y tantos otros monicongos.

Xiomara era hermosa, tenía el pelo lacio y oscuro, los ojos dorados y un lunar redondo en el cuello; era más bella que María Félix y Libertad Lamarque juntas. Cuando ella reía, el árbol temblaba.

La más leve llovizna hacía correr al público del teatro Apolo en busca de amparo mientras nosotros en el árbol permanecíamos invictos. Se necesitaba un aguacero para hacernos bajar, y si esto sucedía entrábamos en la casa y la mujer del dueño preparaba chocolate caliente para todos. Mientras bebíamos apretados en los bancos de la cocina el dueño nos contaba historias; el árbol lo había traído su padre y cuando lo sembró tenía tres pulgadas de altura. Parte del viaje que los trajo a Ciudad Inmóvil lo habían hecho a caballo y luego en un destartalado jeep. Atrás no quedaba nada, balaceras e incendios más salvajes que los de cualquier película devoraron las casas, plantas y animales. Parte de su familia fue asesinada y cada cual trató de salvar lo que pudo. Su padre los trajo a él, dos hermanos más pequeños y aquel árbol. Su madre, por fortuna, había muerto antes que llegara el infierno. Por eso su padre lo plantó en el centro del patio, para recordarla cada amanecer. Mientras el dueño habla su mujer le aprieta la mano con las suyas. La mujer del dueño tiene manos pequeñas blancas y suaves como un ángel de mármol.





Una noche se partió la rama debajo de la nuestra y tres chicos cayeron como mangos maduros sobre la alfombra de arena que el dueño había hecho alrededor del árbol para aminorar golpes en caso de accidentes. No era la primera vez que alguien caía, pero uno de los chicos se rompió un brazo y hubo que avisar a los padres mientras el dueño lo llevaba al hospital. El padre de aquel chico armó un escándalo y amenazó con matar al dueño si insistía en ese negocio. El dueño le restó importancia a las amenazas y Cinema Árbol continuó abierto. Sin embargo, el administrador del teatro aprovechó las circunstancias para hacer campaña de difamación contra lo que él llamaba “peligroso invento”. Vinieron periodistas y la radio y la prensa local convirtieron al dueño en un hombre sin escrúpulos que por ganarse unos pesos ponía en riesgo la vida de niños indefensos. El inspector de policía del barrio ordenó el cierre definitivo y hasta habló de talar el árbol.

Una semana después, Xiomara y yo entramos al teatro Apolo; cuando la película empezó miramos hacia el árbol y en lo más alto descubrimos la lucecita roja del tabaco y una mano enorme que en la creciente oscuridad nos saludaba. Estar en aquellas sillas de metal era incómodo, hacía frío y demasiada gente como para que una pareja de cuervos enamorados pudiera besarse.

Cuatro de los chicos que solían estar en el Cinema Árbol decidieron seguir fieles y no entrar al teatro Apolo; durante las funciones giraban en torno al teatro y lanzaban bolas de barro y bolsas de agua sucia a los asistentes. Xiomara y yo optamos por unirnos a ellos y participar de los ataques. El administrador del teatro tuvo que contratar guardias y aun así las porquerías seguían cayendo y ahuyentando uno que otro espectador.

El tiempo pasó y la familia de Xiomara se fue a otra ciudad. El teatro Apolo fue cerrado y aquel sector se hundió en el abandono. Después alguien compró esos terrenos y abrió un parqueadero. El árbol se fue secando. Todos los teatros del barrio corrieron una suerte parecida y en el centro de Ciudad Inmóvil inauguraron los modernos cinemas con aire acondicionado y sillas acolchonadas. Nunca más iba a ser necesario esperar el anochecer para empezar la función. Las tablas del roble muerto fueron cayendo una tras otra, la nuestra fue la última.

Ahora en ese lugar funciona el centro comercial Apolo 11; en el lugar donde estuvo el árbol hay una heladería y alguien me contó que el propietario se llamaba Marcos y había vivido unos años en Nueva York. En las paredes de la heladería están algunos de los afiches de Cinema Árbol y uno, detrás de la barra, tiene la imagen del Dragón Invencible con su flamante firma abajo. A veces entro a comprar alguna revista o una paleta de limón y veo a la mujer del dueño en una mecedora y la saludo y ella me mira extrañada. Es una anciana silenciosa, las venas se transparentan en sus pequeñas manos que tiemblan, sus ojos apagados tratan en vano de recordarme. Su hijo me sonríe desde el mostrador. Hemos cruzado algunas palabras, me ha contado que a los pocos meses de firmarle el afiche Bruce Lee fue encontrado muerto.

Mientras atiende a otras personas observo el afiche y me dan ganas de preguntarle por el dueño pero no me atrevo y me doy cuenta de lo ordenado y limpio que está siempre el negocio. El aviso que prohíbe fumar espabila frente a mí y al lado del aviso está la placa de un automóvil de California, todo lo trajo él de allá… La anciana en la mecedora me hace un gesto y el corazón se me pone pequeño y cuadrado y quisiera explicarle quién soy pero no me atrevo. Entonces salgo con la revista debajo del sobaco, enciendo un tabaco que jamás fumaré y miro en la parte alta de la fachada aquella tabla donde sólo podrían sentarse dos personas pequeñas y delgadas y sobre la cual una mano enorme y poderosa de chacho del oeste grabó el nombre de la heladería: Cinema Árbol.

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miércoles, 19 de julio de 2017

¿Cuál libertad? Colombia es de nuevo una colonia

Hace más de 500 años los españoles vinieron y se robaron todo; ahora volvieron, pero acompañados de los gringos y otras pintas

Mañana se conmemora de nuevo la libertad de Colombia. Más de 200 años desde que les dijimos a los españoles: chaolín, no queremos que nos gobiernen sus corruptos, preferimos a los nuestros. Y los españoles, que ya se habían llevado todo, se abrieron del parche… pero, 500 años después, ¡volvieron¡ Y no solos, sino con otras pintas, a llevarse lo poco que queda; es decir, somos de nuevo una colonia. 

Mi despertador –Casio, Japón– tronó a las siete de la mañana. Luego de una locha de diez minutos, me levanté, me calcé mis chanclas –Crocs, USA–, fui al baño, defequé, me limpié el trasero –papel higiénico Scott, USA–, abrí la llave y me duché. Me enjaboné –Protex, USA–, me eché champú –Head Shoulders, USA–, me afeité –Gillette, USA–, y me cepillé los dientes –Colgate, USA–. Salí del baño. Me sequé. Me puse los bóxer –Calvin Klein, USA–, los calcetines, el pantalón –Diesel, Italia–, la camiseta –Lacoste, Francia–, los “pisos” –Adidas, Alemania– y la gorra –Puma, Alemania–; por último, me eché perfume, –Boss, Francia.  

Después de desayunar cereal –Kellogs, USA– con leche –Parmalat, Italia– y fruta, salí de casa. Antes de subir a mi automóvil –Toyota, Japón–, le escribí, vía WhatsApp –USA–, con mi teléfono –Samsung, Corea del Sur–, usando mi plan de datos –Claro, México–, a mi novia. El saladito me pidió que la recogiera. Llegué. Acordamos ir al centro comercial Titán Plaza. Salimos juntos. Encendí la radio –Pioneer, Japón– de mi nave y sintonicé La W –Grupo Prisa, España–. En el centro comercial ella se antojó de un capuchino. Fuimos y degustamos dos en Starbucks –USA–, acompañados de dos suculentas donas     –Dunkin Donuts, USA–. Luego ella me pidió que le comprara ropa y accesorios. Yo le compré un vestido –Zara, España–, un bolso –Louis Vuitton, Francia–, cosméticos –L´Oreal, Francia– y ropa íntima –Victoria Secret, USA. Luego entramos a Carrefour –Francia– y allí yo aproveché y me compré unos zapatos   –Bosi, Italia–, una impresora –Hewlet Packard, USA–, una cámara fotográfica profesional –Nikon, Japón–, un reloj –Omega, Suiza– y un computador portátil  –Lenovo, China.

Después de vitrinear por un buen rato, acordamos vernos una película. Guardamos todas las compras y fuimos hasta la sala de cine –Cinemark, USA– y lloramos a moco tendido –nos secamos las lágrimas con Kleenex, USA– con Seven Pounds, protagonizada por Will Smith. Obvio, en la sala dimos cuenta de dos buenas barras de chocolate –Snickers, USA– y tomamos gasimba –Coca Cola, USA.



Salimos a eso de las 8:00 p.m., con hambre. Fuimos a comer hamburguesas –McDonald´s, USA–. Mi novia se indigestó, por lo que tuve que comprarle un medicamento digestivo –Alka Seltzer, Alemania–. Luego, decidimos irnos a tomar unas birras bien frías –Budweisser, Holanda; Corona, México–. Al rato, me dieron ganas de fumar y compré una cajetilla de cigarrillos –Marlboro, USA–. Charlamos un buen rato y de vez en vez mi novia aprovechaba para chatear por Facebook –USA–. Antes de partir para la casa, fui hasta el cajero electrónico –BBVA, España– y saqué 200 mil lucas –para la moteleada más tarde–. Partimos, felices y dichosos, después de haber comprado en ‘Colombia’. 
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jueves, 13 de julio de 2017

COLOMBIA, TIERRA QUERIDA


Por: Efraim Medina Reyes

En general y en particular nunca me he sentido bien siendo colombiano. Hasta hace poco no había pensado en eso y debo confesar que esta sensación se remonta a mis más lejanos recuerdos. Comparto pocas cosas con lo que podría denominarse colombianidad. No me gusta la forma como los colombianos nos concebimos a nosotros mismos y concebimos a quienes no son colombianos. Me parece que somos burdos y limitados de mente y espíritu. Y cuando somos gentiles, lo somos de una forma exagerada y poco elegante. 

Detesto los colores de la bandera colombiana, y el himno nacional me avergüenza y aburre. La idea que los colombianos tenemos de identidad es tonta, retorcida y casi siempre niega y oculta nuestro verdadero origen. No me gusta lo que comemos, me resulta precaria e insana la forma en que se mezclan los ingredientes básicos de nuestra alimentación. Todo lo convertimos tarde o temprano en una cagarruta. Pasamos del denso y descriteriado sancocho a la grosera e indigerible bandeja paisa. Llamamos pomposamente ajiaco a otro adefesio que consiste en hervir papas de diferentes colores y tamaños para agregarle después unas tiras de pollo previamente hervido (para aniquilarle lo que tenga de pollo) y al final adornarlo con unas cuantas alcaparras y una baba blanca parecida al vómito de un bebé. 

Me irrita la idea que los colombianos tenemos de la mujer y el modo en que las colombianas aceptan ser eso que sus hombres han decidido que sean. La idea que tenemos de fiesta o nuestro espasmódico modo de ser alegres. Me resulta vacío el diálogo tipo entre colombianos que suele remitirse a la cantidad de alcohol que han ingerido y el número de tipas que han embaucado con las más ingenuas y patéticas mentiras. 


Me entristecen las cosas por las que los colombianos nos sentimos orgullosos y la chata idea que tenemos de nuestra propia realidad y la resignación que acompaña nuestros actos más rebeldes. Me asquea el escaso valor que los colombianos le damos a la vida, la facilidad con que asimilamos, aceptamos y justificamos cualquier crimen. Nuestra pobre memoria y el hecho que creamos tener y pertenecer a una gran cultura. La televisión que vemos y producimos los colombianos es de una imbecilidad solo comparable a la arrogancia con que la defendemos y aseguramos que es la mejor de todas. En cualquier cosa los colombianos encontramos una razón para sentirnos mejores, convertimos a cualquier mamarracho que se destaque medianamente en símbolo nacional y así mismo, cuando el mamarracho pasa de moda, lo condenamos al desprecio y al olvido y lo reemplazamos por otro. Solo en Colombia se ha asesinado a un jugador de fútbol por cometer un error propio de su oficio y a un hincha por criticar a un jugador. 

Los registros mundiales indiscutibles de Colombia son tener el mayor número de secuestrados, el mayor asesino de niños de la historia, la mayor cantidad de accidentes fatales por conducir borrachos, la mayor cantidad de muertos por las razones más tontas, el presentador de televisión más cretino y el comentarista de fútbol más estúpido. Un colombiano puede matar a otro porque ese otro miró a su mujer o no respondió a su saludo. Para un colombiano matar o aceptar que alguien mata es tan normal como amarrarse los cordones de los zapatos. También asumimos como algo natural que unos pocos vivan en la opulencia y el resto se debata en la angustia, la desolación y la miseria. Nuestra filosofía básica es que "el vivo vive del bobo" o que "a papaya puesta papaya...". Los colombianos no tenemos pudor alguno en valorar e idealizar a quienes son capaces de hacer fortuna basados en el engaño y la corrupción. 

Para nosotros el más avispado siempre tiene la razón y por avispado entendemos a quien es capaz de aprovecharse de la nobleza, la ingenuidad o la confianza de otro. Me gusta estar lejos de Colombia y poder ver a mi país desde otra óptica y, por supuesto, verme a mí mismo y mi desgraciada índole colombiana. No me gusta el cine colombiano y no me refiero a los bodrios evidentes sino al considerado buen cine nacional. La gente de la Universal me parece un cafre repleto de obviedades y La estrategia del caracol una mierda floja y folclorística. Lo que los colombianos entendemos como nuestra música no pasa de ser una bulla condimentada con eslóganes machistas que incitan a la violencia y celebran la ignorancia. Para un colombiano cualquier crítica es un insulto, todo nuestro ingenio se reduce a justificar nuestros actos sin importar lo deleznables que estos hayan sido. La posibilidad de equivocarse no está en los códigos genéticos de un colombiano. En mis viajes por distintos países del mundo no he encontrado a ninguna persona con la agresividad media de un colombiano y mucho menos la susceptibilidad a cualquier comentario que ponga en duda nuestra certeza de haber nacido en el país más lindo que existe. 




Me deprime que el estándar de la belleza femenina en Colombia sea hoy una feroz competencia regida por kilos de silicona en las tetas y el culo. Y cuando se van a vivir al exterior, a muchos colombianos la colombianidad se les acrecienta al punto de disfrazarse de eso que ya son. He visto en el metro de Milán a tipos con el escudo nacional estampados en sus camisetas, sombrero vueltiao y abarcas en pleno invierno. Otros son capaces de entrar a un coctel con esmoquin y carriel. No es difícil anticipar que este texto será interpretado por buena parte de sus lectores colombianos como un manifiesto antipatriótico que distorsiona la imagen de Colombia y no faltará quien me amenace e insulte demostrando una vez más que en esas lides nadie supera a un colombiano. 
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ACERCA DE MÍ

Master Gaviria. Administrador público. Artista plástico. Orfebre. Lector voraz, escritor ocasional. Librepensador. Pacifista. Mamador de gallo. Escribe con humor sobre asuntos serios. No pierda su tiempo: no responde agresiones virtuales.

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