Por: Efraim Medina Reyes
En general y en particular nunca me he sentido bien siendo colombiano.
Hasta hace poco no había pensado en eso y debo confesar que esta sensación se
remonta a mis más lejanos recuerdos. Comparto pocas cosas con lo que podría
denominarse colombianidad. No me gusta la forma como los colombianos nos
concebimos a nosotros mismos y concebimos a quienes no son colombianos. Me
parece que somos burdos y limitados de mente y espíritu. Y cuando somos
gentiles, lo somos de una forma exagerada y poco elegante.
Detesto los colores
de la bandera colombiana, y el himno nacional me avergüenza y aburre. La idea
que los colombianos tenemos de identidad es tonta, retorcida y casi siempre
niega y oculta nuestro verdadero origen. No me gusta lo que comemos, me resulta
precaria e insana la forma en que se mezclan los ingredientes básicos de
nuestra alimentación. Todo lo convertimos tarde o temprano en una cagarruta.
Pasamos del denso y descriteriado sancocho a la grosera e indigerible bandeja
paisa. Llamamos pomposamente ajiaco a otro adefesio que consiste en hervir
papas de diferentes colores y tamaños para agregarle después unas tiras de
pollo previamente hervido (para aniquilarle lo que tenga de pollo) y al final
adornarlo con unas cuantas alcaparras y una baba blanca parecida al vómito de
un bebé.
Me irrita la idea que los colombianos tenemos de la mujer y el modo en
que las colombianas aceptan ser eso que sus hombres han decidido que sean. La
idea que tenemos de fiesta o nuestro espasmódico modo de ser alegres. Me resulta
vacío el diálogo tipo entre colombianos que suele remitirse a la cantidad de
alcohol que han ingerido y el número de tipas que han embaucado con las más
ingenuas y patéticas mentiras.
Me entristecen las cosas por las que los
colombianos nos sentimos orgullosos y la chata idea que tenemos de nuestra
propia realidad y la resignación que acompaña nuestros actos más rebeldes. Me
asquea el escaso valor que los colombianos le damos a la vida, la facilidad con
que asimilamos, aceptamos y justificamos cualquier crimen. Nuestra pobre
memoria y el hecho que creamos tener y pertenecer a una gran cultura. La
televisión que vemos y producimos los colombianos es de una imbecilidad solo
comparable a la arrogancia con que la defendemos y aseguramos que es la mejor
de todas. En cualquier cosa los colombianos encontramos una razón para
sentirnos mejores, convertimos a cualquier mamarracho que se destaque
medianamente en símbolo nacional y así mismo, cuando el mamarracho pasa de
moda, lo condenamos al desprecio y al olvido y lo reemplazamos por otro. Solo
en Colombia se ha asesinado a un jugador de fútbol por cometer un error propio
de su oficio y a un hincha por criticar a un jugador.
Los registros mundiales
indiscutibles de Colombia son tener el mayor número de secuestrados, el mayor
asesino de niños de la historia, la mayor cantidad de accidentes fatales por
conducir borrachos, la mayor cantidad de muertos por las razones más tontas, el
presentador de televisión más cretino y el comentarista de fútbol más estúpido.
Un colombiano puede matar a otro porque ese otro miró a su mujer o no respondió
a su saludo. Para un colombiano matar o aceptar que alguien mata es tan normal
como amarrarse los cordones de los zapatos. También asumimos como algo natural
que unos pocos vivan en la opulencia y el resto se debata en la angustia, la
desolación y la miseria. Nuestra filosofía básica es que "el vivo vive del
bobo" o que "a papaya puesta papaya...". Los colombianos no
tenemos pudor alguno en valorar e idealizar a quienes son capaces de hacer
fortuna basados en el engaño y la corrupción.
Para nosotros el más avispado
siempre tiene la razón y por avispado entendemos a quien es capaz de
aprovecharse de la nobleza, la ingenuidad o la confianza de otro. Me gusta
estar lejos de Colombia y poder ver a mi país desde otra óptica y, por
supuesto, verme a mí mismo y mi desgraciada índole colombiana. No me gusta el
cine colombiano y no me refiero a los bodrios evidentes sino al considerado
buen cine nacional. La gente de la Universal me parece un cafre repleto de
obviedades y La estrategia del caracol una mierda floja y folclorística. Lo que
los colombianos entendemos como nuestra música no pasa de ser una bulla
condimentada con eslóganes machistas que incitan a la violencia y celebran la
ignorancia. Para un colombiano cualquier crítica es un insulto, todo
nuestro ingenio se reduce a justificar nuestros actos sin importar lo
deleznables que estos hayan sido. La posibilidad de equivocarse no está en los
códigos genéticos de un colombiano. En mis viajes por distintos países del
mundo no he encontrado a ninguna persona con la agresividad media de un
colombiano y mucho menos la susceptibilidad a cualquier comentario que ponga en
duda nuestra certeza de haber nacido en el país más lindo que existe.
Me deprime
que el estándar de la belleza femenina en Colombia sea hoy una feroz
competencia regida por kilos de silicona en las tetas y el culo. Y cuando se
van a vivir al exterior, a muchos colombianos la colombianidad se les acrecienta
al punto de disfrazarse de eso que ya son. He visto en el metro de Milán a
tipos con el escudo nacional estampados en sus camisetas, sombrero vueltiao y
abarcas en pleno invierno. Otros son capaces de entrar a un coctel con esmoquin
y carriel. No es difícil anticipar que este texto será interpretado por buena
parte de sus lectores colombianos como un manifiesto antipatriótico que
distorsiona la imagen de Colombia y no faltará quien me amenace e insulte
demostrando una vez más que en esas lides nadie supera a un colombiano.











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